domingo, 16 de agosto de 2009

Redistribuir la palabra

Por: Marcelo Feliú*
A poco más de tres meses de la presentación de la denominada "Propuesta de Proyecto de Ley sobre Servicios de Comunicación Audiovisual", los reparos que se advierten en relación a la idea parecieran no hacer más que confirmar la absoluta necesidad de avanzar en una reformulación de las normas que regulan el funcionamiento de los medios de comunicación audiovisuales en nuestro país. La sola formulación de la propuesta impone un debate (con legítimas posturas contrapuestas), que, como tal, en democracia, es bienvenido.
En ese orden, alcanza sólo con meditar, con la mayor objetividad posible, para que la mera enunciación de uno de los principales argumentos (respetables, como tales) esgrimidos por quienes se oponen a cualquier iniciativa en tal sentido termine por poner en evidencia la urgencia del asunto: "Esto se trata de una represalia hacia determinados grupos monopólicos u oligopólicos por sus opiniones adversas", suele leerse o escucharse, términos más, términos menos.
Quienes así se expresan no hacen más que reconocer que hay monopolios u oligopolios, en el panorama mediático nacional, y, paradoja del destino, a la hora de fijar posturas económicas, suelen mostrarse lícitamente, por principios, contrarios a cualquier atisbo de concentración que condicione el libre albedrío de los mercados.
La sola idea de dar a nuestro país una nueva ley de radiodifusión, en sí misma, es una buena iniciativa: se trata de una de las peores asignaturas pendientes de una democracia que, pasados 25 años de su recuperación, aún no se dio tiempo para procurar suplantar el desvencijado y arcaico texto vigente (dec. ley 22.285 y mod., en relación a los arts. 14, 32 y 75, inc. 19 y 22 C.N., la Convención Americana sobre Derechos Humanos, art. 13.1), por otro más adecuado al sistema de libertades en el que vivimos y más a tono con los desafíos que nos imponen el avance de la tecnología y la conformación de nuevas audiencias.
Primero, asumamos la verdadera entidad de lo discutido; es decir, lo mediático. Algo que involucra derechos constitucionales trascendentes (y, por tales, "sistémicos", denominados "libertad de expresión" y "derecho a ser informado verazmente"-Sagües, Néstor Pedro, Astrea, tomo 2, págs. 349 y ss., entre otros, "Costa", Fallos, 310:508, CSJN, LL, 1992-B-367, entre otros-), que tiene una decisiva influencia sobre las diversas esferas de la producción cultural, y más aun, sobre la política y la democracia, habida cuenta que "ser es ser percibido (...) en los medios".
Esto es que los medios no sólo son dadores de entidad, sino que también otorgan una capacidad valorativa trascendente. Ahora bien, cuando se asume que el mercado mediático es mono u oligopólico y es, en la práctica, nula la presencia de otros oferentes comunicacionales, salvo los que pertenecen a la categoría "privados con fines de lucro", se arriba a uno de los tópicos centrales del asunto (vgr. Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión-Organización de Estados Americanos, apart. 12 y ccs. Aprobada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en octubre de 2000.)
Lo cierto es que el sentido común indica que el lucro no debería ser el único objetivo de las industrias de la información, la cultura y la comunicación, ya que, si esto sucede, los procedimientos de producción de los contenidos a comunicar estarán, mayoritariamente, orientados para arribar a tal fin y los productos a comunicar serán sometidos a captar audiencia y pauta publicitaria comercial, pública o privada. Compatibilizar este objeto lícito (lucro y audiencia) con el deber de informar genera, no pocas veces, tensiones irreconciliables.
Los medios tienen la capacidad de convertirse en el árbitro del acceso a la existencia social y política, generando el "efecto de realidad". Estas categorías de selección son estructuras invisibles que organizan lo percibido, determinando lo que se ve, lee u oye, y lo que no se ve, no se lee o no se oye. En suma, lo que es y lo que no es.
Por esta realidad, resulta indispensable la posibilidad de que otros sujetos intervengan (medios públicos, otros privados con fines de lucro, y privados sin fines de lucro), presentando sus construcciones mediáticas realizadas a partir de otros mecanismos de producción que privilegien otros parámetros de evaluación diferentes a las anteriores (principalmente, audiencia y pauta), mostrándonos otras miradas, maneras diferentes de narrar, nuevas y diversas opiniones.
Con esta renovada presentación, devenida de distintos procesos de producción (obtenidos al perseguir fines diferentes), tendremos la pluralidad de miradas necesarias para sintetizar la actualidad. Con otros actores presentes, actuando según un nuevo marco legal, podremos comparar, evaluar, elegir. Al fin y al cabo, de eso se trata la democracia.
Otro punto relevante que impone la modificación de la norma en cuestión es que el mundo no es el mismo hoy que hace tres décadas y en eso, mucho han tenido que ver los medios de comunicación. Dada la magnitud del cambio y su importancia para la vida cotidiana, es imprescindible discutir el proyecto en todos los estamentos: se trata de interpelar, desde la construcción cotidiana de la propia sociedad, el sistema de medios, sus productos y sus consecuencias, para intentar transformar el actual estado de cosas. Así como se habla de redistribución de la riqueza, aprehender el concepto de redistribución de la palabra y tener en claro que ambos se retroalimentan y son decisivos en sus respectivas consecuciones.
Dicho de otra forma: la otra gran escuela de la humanidad, la más constante, penetrante y persistente, la que no se abandona a ninguna edad, está directamente condicionada por la publicidad. Y esto no es ni bueno ni malo en sí mismo: simplemente, es. Lo grave es que nunca se asume como tal. Ni por parte de quienes propician el negocio ni, mucho menos, por quienes lo consumen, y por ende, lo sustentan.
Claro que, en este caso, no es razonable asignar responsabilidades por partes iguales, ni siquiera próximas. Que la reiteración deliberada de una información, la omisión de otra, la instalación de un personaje y, mucho más, una opinión respecto de una cuestión de interés público pueda estar influida por el legítimo afán de lucro de la empresa o el comunicador que la emite para nada debería ser algo tácito, librado al ejercicio del criterio de un lector, oyente o espectador.
A la hora de defender la independencia del periodismo, en general, desde el imaginario popular, suele temerse que su actividad pueda estar "direccionada" por el gobierno de turno. De hecho, cuando, desde muchos sectores, se dice "El poder", suele darse por sobreentendida la referencia, principalmente, al poder político y quizás la realidad demuestra que el verdadero y más grande poder es el económico, porque puede influenciar tanto a la política como al periodismo.
¿O no son las más grandes compañías, aquellas que no tienen ninguna necesidad comercial evidente de llegar al gran público, ya que sus ganancias no dependen tanto de captar consumidores como de decisiones que se puedan tomar desde gobiernos locales, provinciales o nacionales, las que, sin embargo, terminan siendo los principales anunciantes de programas periodísticos? ¿Sólo lo hacen para incrementar su imagen institucional? De acuerdo a si obtienen los beneficios que pretenden, ¿pueden verse tentadas a pretender influir en la opinión pública, mediante la generación de climas favorables o desfavorables hacia los gobiernos de turno? ¿O no hay empresas que se ocupan de la imagen tanto de firmas particulares como de organismos públicos, a la hora de promocionar sus servicios? Esa ocupación, ¿no puede verse tentada a incluir cierto direccionamiento en la información, algo imperceptible, pero a la larga decisivo, para el ánimo de quien recibe determinado mensaje confiado en su neutralidad?
Quizás, entre otros muchos beneficios, una nueva legislación al respecto pueda lograr que, más que nunca, cada quien tenga derecho a pensar recibiendo una información plural y veraz, y a expresarse como mejor le plazca y más le convenga, pero también establezca que, para adquirir ese valioso privilegio, se deba blanquear con honestidad el lugar desde el que se opina. Imaginemos si un editorialista dijera o escribiese algo del tipo: "quiero decirle que, por tal motivo y por tal otro, no me gusta para nada lo que está haciendo tal o cual funcionario, persona o empresa cualquiera, pero también, señor oyente, lector o televidente, debe saber que eso que hace el funcionario o persona, no le conviene al auspiciante de mi programa, público o privado".
En este sentido resulta ejemplar cuando, en Estados Unidos, los medios más influyentes informan categóricamente sus preferencias políticas, en vísperas de cada elección. Esto no sólo no resta trascendencia a las opiniones que pudieran realizar, sino, por el contrario, le otorgan total legitimidad. De esta forma, se dan al receptor todas las herramientas para realizar su propio ejercicio crítico.
Existe una necesidad pública de avanzar hacia una nueva regulación. La sanción de un marco normativo democrático es condición necesaria, pero no suficiente. La acción no se agota con la ley, sino que son complementarias las gestiones de control transparente y de construcción de una cultura mediática plural y democrática, permitiendo la representación de todos los sectores.
Tal vez esa sea una valiosa herramienta a la hora de aspirar al éxito en la disputa por la potestad de una palabra, en su legítima distribución en todos los niveles, muchas veces mutilada por el pensamiento de quienes detentan el poder (públicos y/o privados), los cuales, en ocasiones, se han mantenido invariables más allá de los gobiernos, tratando de influir en la gestión de aquellos que no favorecieron sus intereses, detrás del ropaje indiscutible de la libertad de prensa, pero con el contenido innegable del derecho de empresa (Fallos, 306:1892, consid. 7; "La Prensa" , fallos, 310:1715; entre otros).
En un mundo en el que, casi todo, "para existir, debe suceder en los medios", empezar a levantar los cimientos de una democracia informativa y comunicacional, sin dudas, será decisivo para la construcción de una sociedad más justa desde el punto de vista político, social, cultural e, incluso, económico.
Como se ve, atreverse a desandar el camino hacia una reformulación legal de su actividad no supone un intento por sacar importancia a los medios, sino todo lo contrario: a partir del reconocimiento de su papel fundamental en el mundo moderno y democrático, exigirles, en resguardo de la comunidad de la que se nutren y a la que se deben, una excelencia informativa que los ponga bastante más allá del mero afán de lucro, reitero, legítimo, por cierto.
Pero está visto que eso deberá suceder en armonía, con las consultas técnicas que corresponda con los sectores involucrados (empresas, trabajadores, todas las representaciones políticas, representantes del público y de la industria audiovisual, etc.), para lograr una legislación equilibrada, moderna y estable que organice ese ámbito en los próximos años. Ni una ley de radiodifusión ni ninguna otra legislación sirven para algo, si sólo son producto de venganzas e inquinas, apuros interesados o resentimientos.

*Marcelo Feliú es abogado, profesor adjunto de Derecho Internacional Público y Derecho Constitucional en la carrera de Derecho de la UNS, y legislador provincial.


Fuente: La Nueva Provincia

Otras Señales

Quizás también le interese: