lunes, 29 de agosto de 2011

María Esther Gilio 1928 - 2011

Nació en 1928 y dejó de existir en la madrugada del sábado. La uruguaya María Esther Gilio marcó el estilo rioplatense de entrevistar, en una carrera que incluyó encuentros con Juan Carlos Onetti, Noam Chomsky, Moria Casan y el boxeador Carlos Monzón
Por: José Gabriel Lagos
"Los escritores de todo tipo, intelectuales o artistas, aficionados o profesionales, fueron violentamente reclamados por una curiosidad pública que puso el acento en lo personal y no vaciló en abalanzarse sobre la privacidad. Un género literario que adquirió repentina boga, lo ilustra, la entrevista literaria. Fue la atención de la nueva prensa la que desarrolló vorazmente la entrevista literaria, fotografió al escritor en su casa, le reclamó dictámenes sobre los sucesos de actualidad". Así se refería Ángel Rama, en "El boom en perspectiva", sobre uno de los varios cambios culturales que hicieron posible en los 60 el surgimiento de una camada distinta de autores latinoamericanos; aunque no los menciona, describe perfectamente los intercambios que en sus numerosas entrevistas -durante tres décadas- mantuvieron Juan Carlos Onetti y María Esther Gilio.
La relación entre ambos, según escribió ella luego, comenzó un par de décadas antes de que ocurriera su primer reportaje, en La Mañana, en 1965. Esa larga "entrevista-libro", como ella definió al conjunto de reuniones, fue, primero, parte de la biografía Construcción de la noche: la vida de Juan Carlos Onetti, escrito en colaboración con Carlos María Domínguez, y luego, mereció ser editada en volumen aparte como Estás acá para creerme. El primero de los libros apareció en 1993, un año antes de la muerte del autor de El pozo, y el segundo cuando se cumplía un siglo de su nacimiento, en 2009. La reelaboración que implicó esta última obra puso de relieve el peculiar vínculo que unía a entrevistadora y entrevistado, en muchos casos cercana a una comedia -algo que supo ver Hiber Conteris, quien adaptó sus diálogos para la obra teatral Onetti en el espejo-, en la que cada cual se empeñaba en representar a un personaje radical.
Bajo esas reglas de juego, que incluían el trato de "usted" entre viejos conocidos, Gilio, desde una pose inocente e insistencia fenomenal, consiguió arrancarle a su esquivo entrevistado algo más que "anécdotas" y confesiones sobre sus "pasiones y sus odios". Por ejemplo, en 1966, ya para Marcha -donde inicialmente escribía sobre artes visuales-, logra que Onetti, un creador con una intensa pero problemática relación con la literatura social, elabore una teoría personal sobre la escritura y el compromiso político: "Ese mundo que yo tengo en mis entrañas, mi querida señora, es una consecuencia de lo que usted llama el mundo exterior, un mundo en el que estoy inserto y acepto. Me reservo el derecho de criticarlo y lo hago en el estilo indirecto y escéptico que usted me conoce".
Si las entrevistas de María Esther Gilio contribuyeron -junto a los perfiles de su compañero de liceo Carlos Maggi y los retratos de Omar Prego- a crear la imagen de Onetti como "cascarrabias tierno", a la que ella le añadió un particular énfasis al tema de su relación con las mujeres, también inauguraron un modo de reportear que ponía en primer plano las propias circunstancias del reportaje, en total sintonía con lo que por aquellos años proponía el "nuevo periodismo" estadounidense (del que el notero de Rolling Stone Hunter S Thompon fue tal vez el exponente más extremo). Un caso: su crónica "Tres veces Troilo", con el legendario bandoneonista (y varios de sus músicos) es todo un ejemplo de cómo el fracaso inicial de una entrevista puede convertirse con el tiempo en su mayor atractivo. Sin abusar de la primera persona, pero dejando en claro su peculiar punto de vista, Gilio construyó a lo largo de los años una voz claramente identificable, ágil y atractiva.
Esa voz fue la que le permitió, durante su exilio en los 70, acercarse a otras áreas de la cultura en las entrevistas que realizó principalmente para medios argentinos como Crisis o La Opinión (y luego para la no menos mítica publicación O Pasquim, de Brasil, donde también residió). Más que su aproximación al mundo del psicoanálisis (que se compiló el año pasado en Cuando los que escuchan hablan), tal vez el hallazgo más notorio de Gilio en este período haya sido su acercamiento a figuras hasta entonces vistas como no merecedoras de un abordaje serio, como el boxeador Carlos Monzón o (más tarde, ya repatriada, para Brecha, donde culminó su carrera) la vedette Moria Casán.

Lo que hay que tener
Gilio debió irse del país en 1972, cuando una bomba estalló en su casa de Pocitos. Además de periodista, era abogada, y había asumido la defensa de presos políticos. Ya era conocida internacionalmente por La guerrilla tupamara (1970), una recopilación de entrevistas a integrantes del MLN, que ganó el premio de Casa de las Américas en la categoría "Testimonio", inaugurado por los cubanos ese año. "Como yo era abogada, cuando cayeron presos los primeros tupamaros fui con mi carnet y entré a la cárcel para que me contaran las torturas que habían sufrido", le dijo hace unos años a Alejandro Margulis. La guerrilla tupamara, entre otras cosas, es una buena muestra de que no sólo la frescura como herramienta para desarmar al reporteado distinguió el trabajo de Gilio en aquellos años, sino también su valentía para encarar asuntos de absoluta actualidad y pertinencia periodística.
Esto, entre otras cosas, la distingue de su colega, la italiana Oriana Fallaci, con quien se la ha comparado en ocasiones. Aunque ambas periodistas tuvieron al tesón como una de sus principales virtudes, la uruguaya no solía buscar la confrontación con su entrevistado, especialmente cuando se trataba de figuras vinculadas a la política, que más bien seleccionaba para reafirmar las convicciones de sus lectores (como en el caso del lingüista Noam Chomsky, al que interroga casi exclusivamente sobre su peculiar pensamiento como activista político).
Las últimas páginas de Estás acá para creerme están dedicadas a blanquear en qué estado quedaron las relaciones entre Gilio y Onetti luego de la publicación de Construcción de la noche y, aunque funcionan como despedida, también confirman que el escritor supo incluir la correspondencia entre ambos en su monumental obra final Cuando ya no importe. Pero no hacía falta: sus diálogos eran, desde hacía tiempo, parte fundamental de la literatura de Onetti, ese personaje huidizo.

Entrevista a Maria Esther Giglio, maestra de periodismo
Dicen que Onetti se enamoró de ella, y ella de Bioy Casares y Roa Bastos. Que debió probar la cocaína para conseguir una entrevista con Troilo. Supo conversar con Ringo Bonavena, Mario Vargas Llosa, Moria Casan, Pablo Neruda, Noam Chomsky y una larga lista de personajes anónimos. Para quienes estudian periodismo en el Río de la Plata, la figura de María Esther Gilio tiene la dimensión de una leyenda.
 
Fuente: Programa Suena Tremendo, Radio El Espectador
Mi vecina María Esther
Por: Rodrigo Ribeiro
Tenía dos años cuando mi familia se mudó a Cavia y Berro. Corría el año 86 y Pocitos aún conservaba muchas de las características de barrio que ya perdió. Los fines de semana, a la hora de la siesta, los gurises tomábamos la calle y jugábamos al fútbol, al “cordoncito” y al ring raje; juegos que eran sólo interrumpidos por el esporádico pasaje de un auto.
Alrededor del 90 habré conocido a Nacho, un pibe un año menor que yo que cumplía todas las condiciones para convertirse en mi mejor amigo. Vivía casa por medio con la mía, en un pequeño edificio de tres plantas. En la planta baja vivía un viejo loco que siempre nos amenazaba con pincharnos la pelota; en el segundo mi amigo, su hermano, su madre y la pareja de ella; y en el tercero una periodista veterana, que en realidad se había recibido de abogada, y que era muy amiga de mi mamá (Alba, psicoanalista) y de mis tíos de Buenos Aires (Juan Pablo y Ana, también periodistas).
Mucho antes de que Leonardo Haberkorn nos mandara leer en la facultad varias entrevistas de María Esther Gilio y nos repitiera el incalculable valor de aquellos textos, antes de que mis viejos -que vieron que yo iba a enfilar para el periodismo- me contaran anécdotas de notas como las que les hiciera a Onetti o a Troilo, tuve junto a ella una relación que pesar de ser intermitente se parecía a la de una abuela con su nieto.
Ayer llamé a mi hermano Joaquín para que me refrescara algunas de estas vivencias. Él me dijo que su primer trabajo se lo dio María Esther. A ella se le ocurrió que le vendrían bien unos pesitos para financiar sus salidas de adolescente, entonces le encomendaba transcripciones de algunas entrevistas. “María Esther no era muy amiga de la tecnología. Tenía una transcriptora, pero a veces me pasaba algunos escritos hechos a mano o algunas grabaciones para que pasara a computadora. Fue mi primer laburo, ella me decía que iba a ser periodista”. Finalmente él estudió economía y cada vez que le digo que el periodismo es el cuarto poder retruca que la economía es el motor de la historia.
Viví en el barrio desde el 87 hasta principios de 2000. En esos años María Esther publicó entrevistas a Alfredo Zitarrosa, Augusto Roa Bastos, Vittorio Gassman, Liber Seregni y Daniel Viglietti, por mencionar algunas. Lo que pocos saben es que escribió gran parte de su mejor producción con una ensordecedora música noventera de bandas como Ace of Base, Roxette o Machito Ponce. Cris, la madre de Nacho, tenía en el piso de abajo de lo de María Esther un gimnasio aeróbico. Por la escalerita del edificio desfilaban infartantes adolescentes dispuestas a “perder quilitos” y estaban meta bailar al ritmo de esa… música. Esto, creo, hace acaso más meritorio el meticuloso trabajo de María Esther.
Vivía sola, pero en su casa siempre había gente. Mi madre me recordó algunos detalles: casi no se veían las paredes por la cantidad de bibliotecas repletas de revistas y libros prolijamente clasificados; en su mesa de trabajo tenía biromes, papelitos blancos en los que anotaba las frases y conceptos más significativos de las respuestas que les robaba a sus entrevistados; tenía un fondo techado con cañas de bambú para hacer sombra y un montón de plantas y flores multicolores que plantaba o, algunas de ellas, robaba de la calle.
Era “chúcara”, a veces tímida, a veces distante. Era coqueta, le gustaba pintarse los labios y estar arregladita.
Quería mucho a los jóvenes. A mi hermano, dice mi madre, lo ayudó a crear el hábito del estudio; a mí y a Nacho nos regalaba figuritas, y dentro de su menú infantil siempre había un tecito para combatir el frío. Le gustaba reír y hacer reír, y acomodaba su relato a las capacidades de su interlocutor.
Mi madre iba con ella al cine, a cenar afuera, o a su casa, donde hacía “casi siempre pasta, acompañada de un pesto exquisito”. Su menú también incluía -aunque más esporádicamente- pescado a la naranja, y siempre un buen vinito. En ocasiones, mi madre recibía llamadas de María Esther, cuando no encontraba la palabra que estaba buscando.
Vivía sola, pero no le gustaba la soledad. Siempre estaba buscando un motivo para reunirse. Cuando en el número especial con las entrevistas de María Esther que sacó Brecha le preguntaron qué podía llegar a enamorarle de un entrevistado, puso el ejemplo de Maria, la nordestina del libro Terra de felicidade: “Yo siempre digo que el día que me muera, en mi memoria o algo estaré con mis nietos, con mis hijas, mis amigos, pero también con alguien que no tiene nada que ver con mi mundo y que es ella. Maria, la campesina nacida en el nordeste de Brasil y con la que siempre entablamos una relación tan natural, tan íntima de reírnos tanto”.
Hasta aquí este difuso homenaje de un chiquilín afortunado. La recuerdo de esa manera: natural, y con una sonrisa.
Fuente: La Diaria 

Cuando Gilio abandono el periodismo
Escribe, memoria.
Sola en Buenos Aires, recién llegada de París desde el exilio, María Esther Gilio buscaba en un diario empleo de secretaria: había perdido por completo la confianza en su oficio de periodista después de que Jacobo Timerman rechazara su entrevista a Pablo Neruda. Pero una analista, varios amigos y la escena de la manteca de Ultimo tango en París cambiaron la historia. Y ella misma la cuenta.
Por: María Esther Gilio.
En el Río de la Plata se ha escrito poco sobre el exilio. Siento esto cada vez que hablando sobre el tema alguien dice: “¡Estar en París y extrañar Montevideo! Sólo un loco”.
El exilio no es sólo el dolor de estar lejos de todo lo que amamos sino también de enfrentar este hecho con un interior desbaratado. Las piezas que conformaban nuestro aparato psíquico están ahí, ¿pero dónde?, ¿qué hacer para encontrarlas? De esto quiero hablar. De la fuerza y la confianza que es necesario rescatar antes que nada, ya que sin ellas en esta maraña en que estamos hundidos no podremos hacer nada. .
Esta pequeña historia que contaré habla de ese rescate.
Vengo caminando por Federico Lacroze, en Buenos Aires, en una mañana soleada pero fría, con la cara empapada en lágrimas. Tantas que no veo a la gente que se cruza conmigo.
¡María Esther!
–Sí, ¿quién sos?
Haroldo.
–¿Qué Haroldo?
¿Cuántos Haroldos conocés? Haroldo Conti.
–Ay, Haroldo.
Haroldo abrió los brazos y yo me metí en ese espacio que me ofrecía. “Ay, Haroldo.”
¿Qué pasa muchacha, qué pasa?
–Volví hace un mes de París, pero no a Montevideo.
Pero vos sabías que no volvías a Uruguay.
–Sí, sabía. Pero pensaba que Buenos Aires era lo mismo.
Escuchame, lo que te pasa es normal. Vas a salir, pero sería bueno que alguien te ayudara.
–¿Quién?
Un profesional.
–¿Un psicólogo? No tengo plata.
Llamame mañana que te doy el número de una psicoanalista que te va a atender. Ella verá la manera.
Dos días más tarde llamé a Elba, la psicoanalista que vería la manera.
¿Quién dijiste que eras?
–María Esther Gilio.
–No, mirá, yo no puedo atenderte. Me gustaría, pero no puedo. Tenemos muchos amigos en común. Te doy el número de otra profesional que es tan buena como yo. Llamala.
Llamala vos, idiota, pensé. Estaba ofendida, disgustada, triste, desconfiada. “Amigos comunes.” Indiferente, egoísta. No llamaré a tu recomendada ni a ninguna psicoanalista que viva en este mundo. Habían pasado dos o tres días cuando al subir del subte, en la calle, me crucé con Aldo Guglielmone.
¡Aldo! .
–¡María Esther! No sabía que estabas acá. ¿Cuándo llegaste? Vení, vamos a tomar un café.
Sentados a una mesa de un café de Plaza Italia hablamos de mis sufrimientos y, sobre todo, de la analista que se había negado a atenderme. Fijate vos que esta cretina, que se llama Elba no sé qué, no quiere atenderme porque tenemos amigos comunes. Podía haber inventado otra excusa, algo más creíble.
Aldo miraba su café en silencio. Lentamente ponía azúcar, cuidando de no llenar la cucharita y revolvía con igual cuidado. Estaba distraído. “Aldo, no me estás escuchando.” Me miró, puso su mano sobre la mía y dijo: “Elba Azardui es muy amiga mía. Te digo más: fue mi mujer hasta hace unos cuantos años, en que nos separamos”.
Dos días después llamé a Ema, la recomendada de Elba, quien había dejado de ser indiferente y egoísta. Ema me citó para el día siguiente y en dos minutos resolvió el problema del pago. Cuando empezara a trabajar le pagaría. ¿Usted cree que rápidamente voy a encontrar trabajo?
Ema me miró en silencio.
–Bueno, si usted lo dice. Pero de periodista, no.
¿Por qué no?
–Mi periodismo acá no funciona.
¿En qué sentido?
–Jacobo Timerman, después de leer en su diario la entrevista a Neruda que había aceptado publicar su director de Cultura, Juan Gelman, me dijo que no sabía cómo “eso” había llegado al diario.
¿Cómo se lo dijo?
–Me lo dijo al cruzarse conmigo en un corredor de La Opinión. “Che, qué cagada me encajaste, ¿cómo hiciste para convencer a Juan de que te publicara eso?”. Dése cuenta. Si hay algo que no puedo hacer es periodismo.
Ahí hubo dos opiniones. Una de Juan Gelman, otra de Jacobo Timerman. Confía más en Jacobo Timerman.
–No, no sé.
Creo que sí.
–Sí, tal vez.
A partir de ese día, fundamentada mi decisión de no hacer periodismo, empecé realmente a buscar trabajo. Todos los días abría Clarín en “Trabajos se ofrece” y revisaba, con un bolígrafo en la mano, “secretaria se precisa”. Pero qué lejos estaba de ser una secretaria medianamente aceptable. Mala en la máquina, que escribía con alguna rapidez, pero con dos dedos; mala en idiomas, porque si bien podía revolverme en tres o cuatro, sólo español hablaba y escribía fluidamente.
Hacía casi un mes que buscaba cuando Tomás Eloy Martínez, que me conocía de tiempo atrás, me llamó desde La Opinión. “¿No querrías hacer unas entrevistas sobre El último tango en París, que acaba de ser prohibida?”
–No, no sé...
¿Cómo que no sabés? Esta es una nota para vos.
–¿Puedo contestarte mañana?
Llamé a Ema, quien me citó para esa misma noche a las 9 y media. Fui serena. Es verdad que precisaba trabajo, pero no quería hacer periodismo y por más que Ema se lo propusiera, no me convencería.
Vamos a suponer que acepta hacer la nota. ¿Qué puede pasar?
–Puede pasar que no sirva.
En ese caso, ¿usted se daría cuenta?
–Apenas entrevistados el juez y el fiscal ya sabría si el material conseguido era el indicado.
¿El indicado para qué?
–Para reflejar el espíritu provincial y reaccionario de estas dos personas que aprueban la prohibición del film.
Es decir que tiene claro cuál es el objetivo de las entrevistas.
–No sé qué quiere Tomás. Yo aspiraría a eso.
Tal vez él quiere conocer los argumentos que llevaron a esas personas a tomar la decisión.
–Pienso que si fuera sólo eso, habrían encargado el trabajo a cualquier chico o chica de “Vida cotidiana” o de “Espectáculos”.
Ema quedó en silencio mirándome.
Usted no es cualquier chica de “Vida cotidiana”.
–No.
¿No?
–Creo que no.
¿Entonces?
–No sé –dije.
Por un largo rato ambas quedamos en silencio. Yo, mirando un bolígrafo que había hecho girar entre las manos durante toda la sesión. Ema, mirándome a mí.
Bueno –dijo ella finalmente–. La espero el martes a las 3, como siempre.
¿Qué había pasado? ¿Yo le había prometido que haría el trabajo? ¿Ella pensaba que lo haría? ¿Debería hacerlo para complacerla? Bajé del ascensor y miré el reloj. Faltaba un rato para las 10 y veinte. La sesión había sido quince minutos más corta. Me senté en el escalón, contra la pared, un lugar oscuro desde donde veía la calle Córdoba, a esa hora todavía tapada de autos que se deslizaban veloces hacia el norte. ¿Qué fue lo que hablamos? ¿Qué fue? No sé. Yo dije que no era una aprendiza, o algo así. ¿Qué quise decir? ¿Que puedo hacer bien mi trabajo? ¿Eso quise decir? Sí, eso fue lo que quise decir. ¿Por qué, si no quiero volver al periodismo? Porque es verdad. Lo dije porque es verdad. Sin embargo, no siempre es verdad. En Uruguay es verdad. Aquí también, para Tomás Eloy y para Juan Gelman. ¿Qué pensé antes de la sesión, cuando todavía estaba en casa? “Ema no me convencerá.” Sin embargo, estoy dudando. ¿Qué dijo para hacerme dudar? Veamos. Debo repasar la conversación con calma. Prolijamente. En algún momento dijo: “Usted puede”.
No sé cuándo, pero seguramente lo dijo. ¿O no? No, eso no lo dijo nunca. Y si lo dijo, no lo recuerdo. No recuerdo esas palabras. Algo tiene que haber dicho, sin embargo. Ya me voy a acordar. Tengo que esperar. Tranquilizarme y esperar.
Salí a la calle y empecé a caminar hacia el sur. Eran más de las 12 cuando metí la llave en la puerta del edificio donde vivía, en Cochabamba y Defensa. Había caminado más de cuatro kilómetros. Me sentía excitada, cansada, con la cabeza llena de niebla y confusión. Cuando abrí los ojos a las 8 del día siguiente, me levanté rápido pues debía preparar las preguntas para la entrevista. “Si fracaso, la culpa es de Ema”, me dije, y reí en voz alta sin saber por qué. A las 12 bajé al bar de los gallegos para telefonear a Tomás, quien se mostró contento de que hubiera aceptado. “Pensaba que ni siquiera te molestarías en llamar”, dijo y me pasó la dirección y la hora de las citas ya combinadas por el diario. Una sería esa tarde a las 5; la otra al día siguiente entre 12 y 2. Yo decidía. Pensé en la ropa. Pantalón beige, camisa blanca, y el blazer escocés, gris, beige y blanco. No debía mostrar a mis entrevistados que aceptaba la película ni que la rechazaba, pero de mi aspecto debía surgir que pertenecía al sector de los que se sentían agredidos por la grosería de las escenas en cuestión.
Mientras subía las escalinatas del edificio, donde encontraría al fiscal, recordé las palabras con que las leyes uruguayas aludían al acto sexual que había provocado el escándalo y decidido la prohibición: “Acto sexual que se realiza por vaso indebido”. ¿También las leyes argentinas lo designarían de esta manera?
Un portero me condujo al despacho del fiscal, un hombre de rostro afable y clase social tan definida que no era necesario recurrir a su apellido que daba nombre a una calle para saber que pertenecía al grupo de los privilegiados. No recuerdo qué dije, luego de presentarme, pero sí recuerdo que ante una pregunta mía sobre su apellido –Beruti– se metió con placer evidente, pero también con mesura, en el tema de sus antepasados. “Veo que esto le interesa”, dijo finalmente. “Sí, me interesa esto que cuenta”, dije con mi sonrisa más juiciosa mientras sacaba mi libreta de la cartera. Ya sabía, en ese momento, que mi entrevistado había bajado sus defensas y se disponía a hablar con su indudable honradez y sin tomar ningún cuidado por ocultar sus convicciones decimonónicas. Así lo escuché atacar con inesperada vehemencia esas escenas que “agredían de manera inexcusable al pudor público medio” y luego, cuando yo aludí a las dificultades que la elucidación de este concepto presentaba en la práctica, vi cómo trataba, con una sonrisa, de borrar el fastidio que dominaba su rostro. Siempre con ese fastidio en su cara y aquel proyecto de sonrisa, que procuraba ocultarlo, habló de los novios “que van a ver la vista, y después, vaya uno a saber a dónde van. Usted puede imaginarlo”, dijo mirándome a los ojos. Yo dije que no sabía, ante lo cual él abrió los brazos y miró hacia el techo en un gesto que tal vez significaba “¡Pero mi Dios, a quién me mandaron!”. .
Después de unos diez o quince minutos di por terminada la entrevista, guardé mis cosas y saludé al fiscal, quien se empeñó en acompañarme hasta la escalera con actitud tan paternal que me llenó de culpa cuando más tarde me dispuse a escribir la nota.
El otro juez –Arnaldo Correa–, a quien entrevisté al día siguiente, se tiró a explicarme, sin esperar mis preguntas, el artículo 128 que prohíbe la “exhibición, publicación y reproducción de imágenes obscenas”. Respondió velozmente a alguna pregunta con apariencia inocente como: “¿Y por qué cree usted que va tanta gente a ver el film?”. Y pasó luego a atacar duramente a Bernardo Bertolucci, quien había colocado como protagonista a un pervertido, al tiempo que había exaltado hasta límites inaceptables el acto sexual.
Pero además, me dijo, levantando la voz de manera inesperada, ¡los chicos del secundario!
¿Qué pasa con los chicos del secundario?
–Dicen Dánica.
¿Qué es Dánica? –pregunté con inevitable aire de inocencia o bobería.
–¡Cómo qué es! ¡Manteca! Dánica para untar, dicen. ¡Señora! ¿Usted recuerda el uso que da el protagonista a la manteca en el film?
De pie con los brazos en alto era difícil saber si quería matarme por perversa o echarme a la calle por idiota. .
Soy uruguaya –dije simulando aire asustado–. No sabía.
–Sólo así se explica –dijo sentándose de un golpe y poniendo la cabeza entre las manos–. ¿Se da cuenta? Dánica, manteca para untar –repitió en voz inesperadamente baja y melancólica, abrumado tal vez por la dureza de la vida que no ofrecía las armas que harían posible la protección de la inocencia. Cuando salía, me saludó poniéndose apenas de pie. Era evidente que estaba cansado y un poco deprimido.
La entrevista que apareció en la contratapa de La Opinión movió a muchos lectores a preguntar al diario de quién era esa nota sin firma. Daniel Divinsky supuso que era mía y me llamó. “¿Qué pasó que no firmaste?”, dijo.
Dos días después, sentada frente a Ema, trataba de adivinar si sabía que ese trabajo era mío. Pero, claro, no podía esperar que ella lo dijera. Esas cosas razonables no son las que hacen los analistas. Callada, inescrutable, me miraba esperando que yo empezara. Finalmente empecé.
¿Leyó mi nota?
–¿Dónde?
En la contratapa de La Opinión.
–¿Se refiere a las entrevistas al fiscal y el juez? La leí.
¿Le gust... –empecé a decir, pero quedé en silencio.
–¿Qué iba a decir?
Nada, nada importante.
–¿Le costó mucho hacer el trabajo? –dijo ella.
No.
–¿Quedó satisfecha? ¿Le parece bueno lo que hizo?
Sí, me pareció bueno.
Sonrió.
–Quiere decir que ya no duda de su posibilidad de escribir.
Yo no diría tanto. –¿Qué diría?
Que hay algunas cosas que puedo hacer bien –dije.
Ema, estoy segura, había leído la nota, sabía que era buena y tenía claro que haberla escrito significaba un éxito para ambas. Pero, por supuesto, nada dijo, ni sobre esta ni sobre lo idiota que había sido al dudar de mi capacidad para hacerla. Y aunque toda la sesión me miró con la seriedad concentrada que acostumbraba, sé que una sonrisa feliz pugnaba por aparecer en su rostro.
A partir de este momento empecé a ganar mi vida. Recorrí las redacciones donde era relativamente conocida por haber publicado, en la Argentina, La guerrilla tupamara, y en la mayoría me encargaban notas cuyo precio me abstenía de discutir. Decía sí a casi todo lo que me pedían, lo hacía lo mejor que podía y tomaba sin protestar el dinero que me pagaban, en general poco, como es la costumbre con los colaboradores en esta zona del mundo.
A partir de este momento sentí que podía mantenerme escribiendo. Es decir, sentí que el problema trabajo se había resuelto. Tenía otros, pero de la resolución de éste dependía la tranquilidad que me permitiría abordarlos.
Fuente: Radar

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