sábado, 25 de abril de 1998

Rosa

Por: Osvaldo Bayer
Rosa se llamó la niña que nació a las 3.15 horas del 2 de abril de 1977 en el Hospital Municipal de Quilmes. Su madre era Isabella Valenzi. Llegó embarazada de siete meses y medio al hospital, custodiada por uniformados de la policía de la provincia de Buenos Aires, seccional primera de la zona. Diez hombres de gorra y botas que mostraban un celo inusitado en custodiar a una prisionera que, por su estado, no tenía posibilidades de huir. Diez hombres de la Patria y la sociedad argentina.
Policía Bonaerense para servir a usted, a los argentinos de bien y antimarxistas por añadidura. Sí, la misma Policía Bonaerense de Klodczyk y Prellezo. Servidores del bien común. Custodios decididos y penetrantes de la joven embarazada de siete meses y medio, enemiga de la Patria y las instituciones, de Dios, la Santísima Trinidad y la Virgen María, siempre atenta y misericordiosa para protegernos de los desviacionismos. La policía de Camps, el general de la Nación, muerto mucho después en la cama, asistido por diligentes enfermeras del Hospital Militar y por el capellán militar y por obra y gracia de las leyes de obediencia debida y punto final de Alfonsín, Jaroslavsky y ensemble. Camps, general de la Nación, murió mansamente, casi plácidamente, y fue a reunirse a monseñor Plaza, obispo católico, apostólico, romano y bendecidor de picanas eléctricas y tachos para submarinos. Monseñor. Los dos están a la diestra del Señor en su santo descanso. Oremos, que Dios, en su infinita caridad, nos perdonará. Pero no, jamás podrá ser olvidada ni perdonada la escena de la Policía Bonaerense trayendo a la joven embarazada Isabella. Jamás. Volvamos a la escena, merecedora del pincel de los tres Brueghel, del lápiz de un Otto Dix, de la imaginación perversamente denunciatoria de un George Grosz. La joven embarazada traída en la noche, del Pozo de Quilmes, con los ojos abiertos al horror y al terror milico, pero con todo el amor a la vida que le estaba ya asomando de su vientre y que ella soñaba con llamarla Rosa, igual que aquella Rosa Luxemburgo, muerta a culatazos porque había creído que era posible alimentar a todos los niños del mundo. Pero nada de sueños: ¡atención, artistas del mundo! A la escena entró el médico policial, policía y bonaerense, doctor Jorge Antonio Bergés. Dueño y señor de la vida y de la muerte. La mente más perversa que haya habitado suelo argentino por los siglos de los siglos. Dios de calabozos y cuchas, de gayolas y mazmorras. El más valiente de los valientes, allí. Rey y señor de presas embarazadas y de recién nacidos. Macho a lo Massera, su bienamado maestro. En ese momento entró él en la sala de guardia de obstetricia del hospital Isidro Iriarte de Quilmes. El. Y ya no permitió ningún diálogo entre los médicos, las enfermeras y la parturienta. Ordenó la separación inmediata de madre e hijita después del parto. Ni se la dejó mirar. La joven madre fue a dar a la caja de una camioneta sin identificación. En nombre de Dios, Patria, Hogar y Jorge Rafael Videla. La pequeña Rosa fue remitida a la Sala de Neonatología, donde aparecerá muerta según los libros de la historia clínica pediátrica. Mientras en el libro de partos aparece el nombre de Isabella Valenzi groseramente borrado y, sobre raspado, escrito N.N.

La gran batalla del doctor policial Jorge Antonio Bergés estaba ganada. Se santiguó y agradeció a su propia madre por haberlo traído al mundo y al cura aquel que le enseñó el catecismo. Pero no se crea que esto es sólo una historia de perversidad y alevosía. Aquí nace de pronto la centellante luz del altruismo, la más lozana de las valentías, la lealtad a la vida en las figuras de dos mujeres coraje: la partera María Luisa Martínez de González y la enfermera Genoveva Fratassi. Las dos cumplirán con su deber solidario cuando la joven madre grita nombre y dirección de sus padres sabiendo que la llevaban a la muerte y pensando sólo en el futuro de la Rosa recién nacida. La partera y la enfermera llevarán la noticia al lugar indicado. De esto se enterará el doctor de la Policía Bonaerense Jorge Antonio Bergés. Inexorable. Las dos servidoras de la vida y de la ética serán secuestradas y desaparecerán. Poco después fueron vistas en el campo de concentración El Vesubio, cuyo dueño de vidas era el tristemente célebre coronel Durán Sáenz. Nada más. María Luisa y Genoveva no volvieron a la vida.

(Me pongo de pie, con emoción y humildad. Gracias María Luisa; gracias, Genoveva).

(Jamás ningún gobernante de la tierra bonaerense propuso un acto de desagravio a las víctimas y de admiración al gesto de las dos heroínas. Sólo el silencio. Jamás el general Balza bajó su sable en señal de vergüenza y duelo por el sacrificio de estas mujeres. Sólo el silencio. Jamás la Iglesia Católica exaltó las figuras de estas mujeres que cumplieron con los principios del Sermón de la Montaña. Sólo el silencio.)

Hace dos años, en esta página propuse que la comunidad de Quilmes recordara a estas dos mujeres ejemplo, bautizando con su nombre a las calles donde habían vivido. Esta proposición fue hecha suya por el Partido Socialista Democrático de Quilmes por intermedio de su secretaria general Mónica Frade y elevada a los bloques justicialista, radical y del Frepaso. Pasaron dos años, la respuesta fue el silencio o el pase burocrático. Hace poco, al cumplirse el 22 aniversario del golpe videlista, el mismo socialismo democrático volvió a insistir, con un agregado, que a la calle Magallanes, donde vive el secuestrador Bergés, se le ponga el nombre de su víctima, Isabella Valenzi, la joven madre sacrificada por el tétrico verdugo.

Reaccionaron los concejales radicales ofreciéndose poner el nombre de Madres de Plaza de Mayo a la calle donde vive el monstruo pringoso. Pero se me ocurre que el nombre que debería llevar esa calle tendría que ser "Rosa", el de aquella niñita nacida de esa madre humillada hasta el hartazgo. Llamar "Rosa" a la calle donde hoy, todos los días, dos autos patrulleros de la Bonaerense custodian la cueva del sanguinario delincuente. "Rosa", para que ese nombre se le meta por todos y cada uno de los poros de paredes y ventanas y el escondido escuche así las risas y los llantos del bebé que él alejó de su madre.

Señores concejales radicales: las Madres de Plaza de Mayo no necesitan del nombre de ninguna calle; a ellas ya les pertenecen todas y cada una de las anchas avenidas bordeadas de florecidos jacarandaes nacidos de la tierra que contiene la generosa sangre derramada por sus hijos.

Contra el silencio de hoy, propongamos que todos los 2 de abril, el día en que vio la luz la pequeña Rosa, las maestras pongan jarrones en sus escritorios y que ese día los alumnos traigan rositas silvestres para esos jarrones, en recuerdo de Rosa, la niña recién nacida, a quien se le negó la caricia, la ternura, la tibieza de los brazos de su joven madre.
Fuente: Página/12

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