martes, 3 de septiembre de 2013

Tres concepciones de la libertad de expresión

Por: Roberto Gargarella, Profesor de Derecho Constitucional (UBA, UTDT)
Días pasados se celebraron las notables audiencias ante la Corte Suprema en torno a la Ley de Medios, audiencias que fueron, por lo demás, inteligentemente conducidas por el máximo tribunal.
El material que quedó de tales debates, muy educativos para todos, resultó riquísimo. Aquí quisiera detenerme en un solo aspecto de los mismos, vinculado finalmente con la teoría de la libertad de expresión que en dichos debates apareció como emergente. Resultó sorpresivo, para muchos de nosotros, ver la i nsistencia con que ambas partes recurrieron a las mismas citas y a los mismos autores, a la hora de fundamentar sus posturas. En particular, los nombres del norteamericano Owen Fiss y el argentino Carlos Nino -colegas y amigos entre sí- aparecieron como referencias permanentes para las dos partes. El hecho de que estas posturas enfrentadas tuvieran similares autoridades de referencia representó un indicio de que, a pesar de las fuertes diferencias existentes entre las partes, la teoría que subyacía en el fondo de sus posiciones públicas no era tan diversa -una buena noticia. Quisiera entonces, a continuación, detallar algunos de los rasgos centrales de la concepción invocada -a la que llamaré “ concepción constitucional de la libertad de expresión ”- porque creo que puede darnos buenos indicios acerca de cómo seguir pensando el problema, y ayudarnos a dejar de lado invocaciones meramente manipulativas de la visión en juego.
Para la concepción constitucional defendida por Fiss y Nino, la libertad de expresión no se agota con la “no censura”: ella requiere de un Estado activo en la defensa de un debate “robusto, desinhibido, vigoroso”.
Por ello mismo, esta visión rechaza el eslogan habitualmente utilizado por la derecha jurídica, según el cual “la mejor ley de medios es la que no existe.” Contra esta última postura, lo que sostiene es que la estructura social y económica vigente no es neutral entre los distintos actores sociales (imaginemos, por caso, una provincia en donde el gobernador se adueñó de los principales medios) por lo que la ausencia de regulaciones públicas equitativas implicaría, en los hechos, una toma de partido a favor de los mejor posicionados.
Por un lado, la visión constitucional de la libertad de expresión rechaza las posturas conservadoras que aceptan regular contenidos si es que no se adecuan a las ideas morales y políticas preferidas por las autoridades de turno (por ejemplo, en la Argentina, el conservadurismo -y no sólo él- ha propuesto y logrado, muchas veces, impedir la circulación de ideas críticas o las discusiones relacionadas con temas de salud reproductiva). Por otro lado, la concepción constitucional afirma y a la vez procura superar las posturas liberales en materia de libertad de expresión. El liberalismo es retomado en el principio según el cual ninguna idea debe ser eliminada del foro público por el solo hecho de que nos parezca equivocada o nos cause disgusto. El liberalismo se afirma, además, en la idea que dice que ninguna voz es más importante que la voz disidente. Como sostuviera John Stuart Mill, es crucial asegurar la protección de las voces disidentes, no sólo porque pueden aportarnos toda o parte de la verdad que no poseemos (aunque creamos monopolizar), sino porque aún en el caso de que se trate de una opinión equivocada, esa voz disidente va a impedir que sostengamos nuestras creencias dogmáticamente.
Las diferencias entre la concepción constitucional y el liberalismo aparecen, sin embargo, a partir del modo en que una y otra visión se posicionan frente al Estado. Mientras el liberalismo sólo concibe al Estado como “enemigo” que debe ser limitado, la concepción constitucional considera que el Estado puede ser “amigo” si la intervención del mismo es capaz de asegurar en el foro público la presencia de voces que de otro modo, y por razones injustas (falta de recursos económicos, su impopularidad o su carácter minoritario) resultarían desconocidas o sólo al alcance de pocos.
A la luz de lo dicho, es curioso que esta sobre-exigente visión constitucional haya sido invocada una y otra vez por ambas partes. En efecto, esta concepción se lleva mal con los monopolios y los grandes grupos de todo tipo (sean auspiciados por el Estado o las empresas privadas); propone dotar de protección y ayuda especial a las opiniones disidentes; pretende expandir la presencia de las voces diversas (entendiendo la idea de “diversas” en tensión con la idea de “voces amigas”); sospecha, en principio, de todos los “oficialismos” (nacionales o provinciales) y repudia de modo tajante el uso discrecional de la propaganda y las pautas publicitarias gubernamentales; y requiere fuertes regulaciones estatales, pero sólo en la medida en que se dirijan a hacer más plural el debate, y queden sujetas a severos controles populares y judiciales.
Ilustración: Altamira
Fuente: Diario Clarín

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