sábado, 25 de noviembre de 2017

Tardamos años en darnos cuenta de que nuestros hijos desaparecidos no iban a volver

Ausencia. Cuando ellos, militantes montoneros, fueron secuestrados, Norma y Chiche pensaron que los encontrarían con vida. Estas dos Madres rosarinas cuentan cómo fue entender que ya no los verían más
Norma Vermeulen, 87 (izq.) y Elsa “Chiche” Massa, 93, no pueden ni quieren olvidar la última vez que vieron a sus hijos
Por: Susana Rosano
Cuando llegó la democracia, Norma enfermó. De pena, de angustia, de dolor. La depresión la llevó a no despegarse durante tres años de la cama, hasta que empezó a sanar. Quizás hoy parezca ingenuo pero desde aquel 1° de abril de 1977 en que las fuerzas represivas secuestraron a su hijo de 23 años, ella esperaba el fin del gobierno militar. En ese momento –estaba convencida– los detenidos ilegales serían liberados o “blanqueados”. Pero a partir del informe de la Conadep y de otras filtraciones que le empezaron a llegar supo que Osvaldo estaba definitivamente muerto. En esos días el cuerpo y la mente de Norma dijeron basta de una manera que nunca había imaginado. Tres años casi sin alma hasta que un psiquiatra –a quien recuerda con mucho afecto– la ayudó a dar los primeros pasos fuera de la cama.

La desolación de Chiche, en cambio, empezó un poco antes, aún en democracia, cuando en enero de 1976 una tropilla parapolicial hizo explotar su casa. Esa vez no encontraron a su hijo que logró mantenerse semi clandestino hasta el año siguiente (aún hoy sigue desaparecido). Chiche desesperó, sufrió, rogó. Pero recuerda que recién cuando fue a la primera marcha de las Madres de la Plaza 25 de Mayo –así se conocen las Madres de Rosario– y vio una foto de Ricardo en una pancarta, se permitió llorar descontroladamente como si lo fuera hacer por siempre. Sin embargo, el tiempo todo lo mitiga: el llanto duró apenas varios días. De alguna manera, las dos reconocen que tardaron años en darse cuenta de que sus hijos no iba a aparecer.
Ricardo Massa. El muchacho sonriente (izq.) a sus 17 años, en el cumpleaños de 15 de su hermana. Nadie imaginaba que cuando tuviera 30 sería un “detenido-desaparecido”
Norma Birri de Vermeulen, 87 años, y Elsa “Chiche” Pozzi de Massa, 93, son dos madres de desaparecidos de la ciudad de Rosario. Saben que aún hoy, cuatro décadas después, hay una historia por contar. ¿Cómo hicieron ellas para sobrellevar la desesperación, para luchar y no enloquecer ante la pérdida de sus hijos? ¿Cómo era el día a día signado por la ausencia? ¿De qué manera se sigue adelante? Clarín se reunió con estas dos mujeres que engañan: en apariencia ancianas, en el fondo potentes luchadoras.

Nunca olvidará, confiesa Norma, la imagen de Osvaldo la última vez que lo vio, cuando salió de la casa que compartían todos en el barrio La Florida. Casa en la que a veces había discusiones ya que su marido no compartía las ideas políticas de Osvaldo, que militaba en Montoneros. El vivía allí con Gloria, su mujer, y Paula, la hija de dos años cuando aquel mediodía de abril de 1977 irrumpieron las “fuerzas de seguridad”. Curioso: Norma se acuerda de que un par de días antes, el propio Osvaldo le había pedido que le tomara una foto en la cocina, junto a su mujer y la nena.
Osvaldo Vermeulen. El joven de barba que aparece detrás -están celebrando un bautismo- es el hijo de Norma. Fue apresado tres años después y no se supo más de él
Cuando allanaron la casa, Osvaldo no estaba. Norma y la nena fueron encerradas en el baño, mientras los represores revolvían todo, se llevaron a Gloria detenida y la obligaron a que los acompañara a la casa de Jorge, el hermano de Osvaldo. Paula fue entregada a sus abuelos maternos. La vida después del allanamiento nunca volvió a ser la misma: “Los vecinos se cruzaban de vereda para no tener que saludarme. Sólo tuve la solidaridad de dos vecinas. La de la esquina, que tenía un hijo que había sido detenido porque estaba panfleteando en la época de López Rega, y otra de enfrente, con un hijo de la edad del mío, y que me llamó para preguntarme cómo estaba. De los demás vecinos, nadie, nadie, se acercó a ayudarnos”.

Para Norma el dolor se acrecentó ante la actitud posterior de la pequeña Paula, que empezó a rechazarlos a ella y a su marido cada vez que sus abuelos maternos la llevaban de visita, evidentemente afectada por la violencia que había presenciado durante el allanamiento. “Ella estaba en mis brazos cuando los militares revolvían y rompían; fue todo tan violento, trajeron tantas ametralladoras...”. La actitud de Paula se sostuvo varios meses más, hasta que la situación se fue normalizando de a poco. Después de muchos años, Paula –ya separada y con una hija, Julieta– decidió construir su propia casa arriba de la de Norma. Le dijo: “Lela, voví a casa”. Tenerla hoy en día viviendo allí es para Norma uno de sus mayores orgullos.

“Yo nací en el año 30. Vi muchos golpes de Estado; para mi generación era una rutina; yo creí que el del 76 era un golpe más. Mi cuñado me llevó a Coronda para ver si lo tenían preso; sonaba el teléfono y yo creía que era él, tocaban el timbre, y yo creía que era Osvaldo que volvía. El informe de la Conadep fue un verdadero shock; allí me enfermé: no tenía ganas ni de lavarme la cara. Había tenido esperanzas de que Osvaldo estuviera vivo. Mi marido nunca más volvió a hablar de él, ni siquiera lo nombraba. Cuando a mi casa llamaba alguna de las otras Madres, él me decía: «Te llamaron tus amigas». Y a mí me daba rabia, y le contestaba: «No son mis amigas».Sin embargo, él nunca me prohibió que me encontrara con ellas”. Antes de morir, en el 2010, Agustín pasó siete meses en un geriátrico, y Norma dice que una vez le reconoció a una psicóloga que había tenido dos hijos, y que a uno se lo habían llevado los militares. “Él era tan pero tan cerrado, que sólo le pudo contar a tres amigos sobre la desaparición de su hijo. Pero aunque nunca pudo volver a nombrar a Osvaldo, Agustín odió a los militares hasta sus últimos días. Muchas veces me digo: cuánto habrá sufrido, porque yo al menos el dolor me lo he podido ir sacando hacia afuera, y él no, él no lo podía hablar”.

En el caso de Elsa “Chiche” Massa la relación con la casa del barrio del Abasto en Rosario, en la que todavía vive, es más dramática. Para ella y su marido la pesadilla comenzó el 29 de enero de 1976, cuando un grupo parapolicial tocó el timbre a las dos de la mañana. “Vi desde la ventana el Falcón verde. Estábamos mi marido y yo en ropa de cama, y como la perra los toreaba mucho cuando entraron, les dije que la iba a encerrar en el baño. Usted se queda acá, me comunicaron con tono muy poco amistoso. Yo estaba segura de que antes de irse, nos iban a balear”. La situación fue extremadamente violenta: traían ametralladoras y armas de todo calibre.

Chiche aún se estremece al recordar el humo sobre un paquete que los parapoliciales habían dejado abandonado sobre una silla antes de retirarse. “Yo salí primero del baño y le dije a mi marido que algo olía mal. De repente vi el envoltorio y un fueguito que salía de adentro”. Chiche dice que alcanzó a bajar las escaleras junto a su marido y la perra, para avisarles a los vecinos del peligro. “En ese momento escuchamos la tremenda explosión que destruyó totalmente la casa”, señala, para reconocer que fue un verdadero milagro no haber muerto ese día.

Lo recuerda a su marido cuando esa misma noche pudo ver a su hijo en una casa “neutral” –donde vivía un matrimonio amigo que no estaba involucrado en su militancia, también montonera– y Ricardo, con lágrimas en los ojos, le dijo: “Les juro que nunca hice nada que justifique esto que les hicieron a ustedes”. Reconstruir la casa les llevó mucho tiempo. Mientras, Chiche y su marido se alojaban con unos familiares. Pero después de unos años lograron regresar, y aún hoy se pueden ver vestigios de los destrozos en los marcos quemados de algunos cuadros que cuelgan de las paredes.

“Muchos familiares míos ya se han muerto, y sus caras se me han ido desdibujando a lo largo de estos años, pero Osvaldo, no”, afirma Norma Vermeulen. Dice que aún lo tiene presente como el día en que se fue, con la ropa con que se fue. Rubio, grandote, lindo, llevaba un vaquero de hilo, zapatos y una camisa celeste, elegante, como siempre. Su padre y su hermano le habían propuesto ayudarlo a salir del país, pero como en muchos otros casos, él no quiso. “Pensá en tu hija”, recuerda Norma que le dijo. “Mami, pienso en ella, para que tenga un país mejor”, le contestó. Un día Osvaldo le dijo que pasara lo que pasara él iba a seguir siendo su hijo, y desde ese momento Norma no deja de preguntarse qué le habrá querido decir. “¿Que no lo olvidara nunca?”, y afirma convencida: “Eso nunca, jamás”.

“Yo creo en la existencia de un ser superior, algo tiene que haber. Y creo que alguna vez lo voy a volver a encontrar a Osvaldo. Mi marido me compraba los libros de Victor Sueiro, acá los tengo. Una señora me prestó los libros de Lobsang Rampa, y los leí. Y vi la película Ghost, la sombra del amor. Ese tipo de películas me gustan”, afirma Norma.

“A veces digo: soy una ilusa, pero me dan esperanza. Mi marido no creía, pero le pasaban cosas, que aún hoy digo: ¡justo a él!, me deberían haber pasado a mí. Un día mi marido estaba con Jorge, nuestro otro hijo, que estaba edificando su casa. Y ellos estaban con unas maderas. Y después mi marido vino y me dijo: estaba Osvaldo entre los dos. ¿Cómo que estaba Osvaldo entre los dos?, le pregunté. «Yo no estoy loco», me aseguró mi marido. Y después le pregunté a mi otro hijo pero él no había visto nada, ni mi marido le había dicho nada”.

Sin embargo, Norma asegura que Agustín siguió insistiendo en que lo había visto a Osvaldo allí. “Y una vez nos pasó una cosa a los dos. Yo todavía tengo colgado un portallaveros que me fabricó Osvaldo en la escuela primaria. Y allí estaban colgadas las dos llaves de la casa, la de mi marido y la mía. Un día estábamos comiendo. No había tormenta, no había viento, no había nada. Y las llaves comenzaron a moverse, y se movieron un buen rato, y eso lo vimos los dos”.

Para Chiche Massa la imagen que más perdura es el último encuentro que tuvieron ella y su marido con su hijo Ricardo, que está desaparecido junto con su compañera Susana Becker desde el 26 de agosto de 1977. Como después de la bomba, Ricardo ya no había podido volver más a su casa en Rosario, el encuentro se concretó en la plaza de Firmat, el 10 de julio de 1977. “Estaba lindo, sonriente, bien vestido, como era él”, afirma Chiche. Y también recuerda el fuerte abrazo que se dieron. Caminaron sin un destino fijo, se sentaron en el banco de una plaza. Almorzaron en un restaurante de la Terminal de ómnibus. Todavía hoy tiene bien en claro el menú: fiambres, ravioles y fruta. A las tres y media, Chiche y su marido regresaron a Rosario. “Él, supimos después de su desaparición, debía volver a Rufino, ciudad donde residía y trabajaba ya que Susana, su compañera, médica patóloga, había instalado un laboratorio”, señala.

“Empezar a frecuentar a las Madres de Plaza de Mayo fue liberador para mí; las Madres me apaciguaban, me contenían”, dice Chiche. Un día los organismos de derechos humanos convocaron a la primera marcha: se iban a usar las grandes pancartas con las fotos de los desaparecidos.

Ella llevó la foto de su hijo para que la ampliaran, pero se retrasó y no pudo buscarla. “Me acuerdo que llegué tarde, ya había empezado todo. Yo me encontré de repente frente a la marcha que venía hacia mí, y vi por primera vez la enorme fotografía de mi hijo. El encuentro con la imagen de Ricardo fue tremendo. Me puse a llorar desesperadamente. Me acuerdo que la pancarta la traía una chica, me abalancé y le pedí que me dejara llevarla. Yo lloraba y algunos me consolaban y Nelma Jalil, otra madre, les dijo: déjenla llorar”.

Chiche no paró de hacerlo durante varios días. Pero para su marido -recuerda- no fue más fácil. Hasta sus últimos días, mientras dormía, ya ciego y en silla de ruedas, Ángel lo llamaba permanentemente a Ricardo. “Yo me sentaba a su lado y le decía: «No lo llamés. Vos sabés que ya hace varios años que lo hemos perdido»”.

¿Abandonarlos? Jamás
Por: Daniel Ulanovsky Sack

La discusión por la grieta nos hizo olvidar el rostro de los desaparecidos. Dejamos de hablar de ellos y de sus familias para incorporarlos a excluyentes categorías políticas. “Luchadores”, “idealistas”, “asesinos”, “modernos cruzados” fueron términos que reemplazaron lo que sucedía detrás de cada casa embalsamada por la ausencia y el silencio. Cuatro décadas después de que en la Argentina se creara la figura del desaparecido –“no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo”, decía Videla en 1979– vale la pena recordar cómo el país asumió esos niveles de sadismo.

Había una sociedad dividida. Pero no (o no sólo) entre izquierda y conservadores sino entre militantes y gente de a pie que veía la política pasar. Sí, incluso en los 70. Porque aun en esa época, junto a las ilusiones revolucionarias, Palito Ortega se mantenía como el Rey con “Yo tengo fe”, y “Música en Libertad” –producción de Alejandro Romay– creaba y facturaba ídolos.

Mientras unos tomaron las armas, otros militaban sin violencia y muchos ejercían el “no te metás”. Y en ese mundo, nacieron las Madres. La mayor parte de ellas –orgullosas o fuertemente críticas, poco importaba– tomaron el mando de un Titanic mayúsculo. Llevaban en la espalda el miedo a la tortura y a la muerte que enfrentaban sus hijos, muchas convivían con familiares que las querían mantener a “resguardo”, una buena parte de la sociedad las miraba con desdén. Pero allí estaban: en la lucha afuera de la casa. Y adentro, en una historia íntima de supervivencia aún no del todo contada. Así lograron que parte de ese Titanic –la memoria, la no impunidad, la búsqueda eterna de los nietos por parte de las abuelas– nunca se hundiera.

Estos testimonios no pretenden valorar los 70. No avalan la lucha armada pero mucho menos el terrorismo de Estado. Recordemos: más de un torturador se sentía Dios –podía decidir la vida y la muerte– aunque en verdad se parecía más al Diablo. El Estado tenía, y tiene, formas legales de represión. Eso lo pone a salvo de la barbarie. Y en ese caso jamás hubieran existido las Madres, menos aún las Abuelas, sólo hubiéramos conocido mujeres reclamando por las condiciones quizás mugrientas de alguna cárcel. Frente a lo vivido, una situación que muchas hubieran deseado con fervor.
Foto: Juan José García
Fuente: Diario Clarín

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